“El analógico es ya un dinosaurio, y tarde o temprano desaparecerá (…) el analógico y sus procesos son una completa pesadilla”. Esto declaró David Lynch en una entrevista, cuando se le preguntó qué opinaba del vídeo digital, un formato que, en aquel momento, todavía se utilizaba con cautela, mientras muchos críticos lo señalaban como el responsable de la inminente muerte del cine.
Pero David Lynch, siempre adelantado a su tiempo, ya veía en lo digital un campo fértil para expandir el cine: nuevas texturas, nuevas formas de hacer, ver y sentir las imágenes. Todo comenzó con su sitio web, DavidLynch.com, una plataforma divertidísima e insólita, donde encontró una vía útil e innovadora para conectar con sus seguidores. También fue allí donde experimentó con una nueva forma de distribuir su obra: a través de internet y mediante una suscripción mensual.

Y no es casualidad que Lynch quisiera estar tan cerca de sus fans. Seguramente tenga en su cajón de sastre cientos de guiones no producidos y millones de ideas que, quién sabe, podrían haber cambiado para siempre lo que hoy entendemos como cine. Pero con su página web se abría un campo nuevo, lleno de posibilidades: hacer un cine completamente controlado por él, con sus rasgos más autorales y una libertad creativa capaz de volver loco a cualquier productor de Hollywood. Además, podía llegar a quien quisiera, en cualquier parte del mundo. ¿Y quién quería más a Lynch que sus propios fans? Aquellos que esperaban, día tras día, un nuevo Weather Report o un cortometraje que tal vez no les iba a cambiar la vida, pero sí, al menos, la semana.
Así fue como nació Inland Empire: a partir de una simple página web y del amor que Lynch sentía por lo digital. En ese foro empezó a compartir pequeños cortos realizados de forma amateur, volcando en ellos toda su creatividad y libertad. No buscaba trascender, solo experimentar. Un ejemplo claro de estos ensayos es Coyote #2 (2002), donde el cineasta simplemente juega con las posibilidades de las atmósferas filmadas. Solo eso. Nada más.
Una vez entrenado en lo digital, David Lynch se propuso hacer un largometraje utilizando exclusivamente esta técnica. Eso sí, no lo haría a la manera hollywoodiense —funcional y contenida—, sino de la forma más lynchiana posible. Así nació una película de tres horas que lleva al extremo las posibilidades del digital, su duración ilimitada, la ligereza de una cámara que se puede empuñar con libertad, y ese impulso de Lynch por intentar penetrar en el alma de sus actores. Inland Empire se convierte así en un manifiesto absoluto del digital. Una obra que explora todos sus recursos manuales para crear algo que va muchísimo más allá de los límites que el cine tradicional ha intentado imponer.

Hablar del argumento de Inland Empire es, en sí mismo, un desafío. Nikki Grace (Laura Dern) es una actriz que se prepara para protagonizar una película que, años atrás, no pudo terminarse debido a una serie de desgracias durante el rodaje. Pero pronto, esta nueva versión empieza a desdibujar los límites entre la ficción y la vida real, y la identidad de Nikki se fragmenta junto con la estructura misma del filme. En realidad, este resumen no le hace justicia a una obra tan monumental. Si las películas anteriores de Lynch ya contaban con estructuras complejas, aquí la sensación que experimenta el espectador es casi abrumadora, como si se estuviera perdiendo algo esencial, sin saber exactamente qué.
Y me atrevería a decir que Inland Empire está tan presente en el cine contemporáneo, que una parte de ella parece provenir del futuro. Su uso desbordado de imágenes casi abstractas, de escenas, incluso planos, que parecen autónomos entre sí, va más allá de lo expresable. Por momentos, remite a un cierto primitivismo del cine de los orígenes: libre, experimental, y aún inconsciente de sus propias limitaciones, casi innocente.
Para mí, Inland Empire es una de esas películas que provienen del futuro. Como si Lynch, durante un instante, hubiera visto todas las posibilidades que podía ofrecer el séptimo arte y las hubiera concentrado en una película de 180 minutos. Porque Inland Empire anticipó lo que sería el futuro del cine digital: una era de hiperconectividad, de elipsis imposibles de descifrar, de desplazamientos geográficos sin lógica, de texturas que creíamos extintas…
Un filme que cierra una carrera cinematográfica en salas. Un filme con un cierre fuera de este mundo, una danza espectacular, llena de enigmas que, en cuestión de segundos, anuncia el final de algo y el comienzo de otra cosa. Una despedida y una bienvenida al mismo tiempo. Una danza que Lynch ya celebraba como declaración de una nueva era. Pero nosotros, los espectadores-bailarines, aún teníamos que aprender qué canción bailar. Y cómo hacerlo. A lo mejor, aún no lo sabemos.