Arranca, un año más, uno de nuestros festivales favoritos: El festival de cine fantástico de Sitges. Este año, la ciudad catalana se llena de estrellas y de grandes películas con mucha mirada internacional; se podrán ver, en esta edición, films como Alpha (Julia Ducournau), Frankenstein (Guillermo del Toro), Bugonia (Yorgos Lanthimos) o No Other Choice (Park Chan-wook).
El sábado 11 de octubre (tercer día oficial de festival) arrancó, para el crítico que escribe estas líneas, a las 10:30h en la Sala Tramuntana. La sesión en cuestión fue un pase de la nueva película de Alberto Vázquez, Decorado. Antes de la película, se proyectó el corto ganador del festival Inclús, La morada del androide. Esta breve pieza es una entrañable y divertida historia de ciencia ficción realizada por los miembros de la residencia para personas con diversidad funcional “Relleu”.
Pero hablemos de Decorado, porque qué maravilla de película. El film de animación tiene un estilo visual muy reminiscente de la animación 2D de los años ochenta, con personajes muy cinéticos y dosis desvergonzadas de violencia. Sigue a Arnold, un ratón en paro que sufre una crisis vital cuando se agudiza su paranoia alrededor de que el mundo en el que vive no es real. La película es una masterclass tonal y le resulta igual de fácil arrancar carcajadas que ríos de lágrimas. Hablamos de una película que señala sin pudor al sistema capitalista como fuente de los grandes males de la sociedad, y lo hace con un abanico de personajes memorables, desde el pollo pirómano llamado Pollo Crazy a una estrella de los dibujos animados caído en desgracia con acento gallego. Vázquez aprovecha la imaginería de Disney para criticar todo lo que representa la casa del ratón y condensa, de forma orgánica, un montón de temas de actualidad como la alienación que provoca el mundo moderno, a salud mental o la falsa cultura de la meritocracia. En un mundo que va más deprisa de lo que uno puede procesar -un mundo que parece, en efecto, un decorado- quizá el único que tenga razón es el inquietante hijo de la vecina de Arnold cuando proclama en plena noche que “no es síntoma de salud adaptarse a un mundo enfermo”.

Después de el paseo de rigor para presenciar el ambiente de la capital mundial del fantástico y de un más que correcto menú de mediodía junto a un par de queridos miembros de esta redacción, toco volver al Melià -esta vez al auditorio principal- para asistir al pase de The Furious. No tenía ninguna expectativa porque adquirimos las entradas a última hora, para llenar el hueco que me dejaba la jornada programada. Antes del film, se entregó el Premio Nosferatu al actor mexicano Hugo Stiglitz, mito de la serie B latinoamericana que se limitó a agradecer el apoyo y abandonó el auditorio con su bastón y su premio. Ahora sí, era el turno de Kenji Tanigaki (director) y Xie Miao (actor) de presentar The Furious. Tanigaki se animó con el español (icónico su “¿qué pasa?”) antes de pasarse al chino para agradecer la presencia de las más de 1300 personas que ocupaban las butacas del Melià y se dio paso a la proyección.
Lo que siguió fueron 113 minutos de el mejor cine de artes marciales. La premisa no puede ser más simple: un hombre mudo y un periodista unen fuerzas para acabar con una red de tráfico de niños que ha secuestrado a la hija del primero. Por supuesto, el encanto está en las coreografías interminables de artes marciales que se dilatan hasta el infinito y en los recursos visuales de los que se vale el director para elevar la acción al siguiente nivel. Peleas a muerte en furgonetas, escaleras estrechísimas y comisarías de policía que nos recuerdan que no hay nada más satisfactorio en el cine que rendirse a la artesanía del mamporro; aquella en la que se huye de los cortes y se deja brillar a los especialistas en volteretas, patadas y tortazos.

Tiempo justo para despedirme de algunos amigos y localizar a J.A. Bayona a la salida de The Furious porque ya había cola para volver a acceder al Auditori. Última película del día: We Bury the Dead. Presentada, también, por su director -el australiano Zak Hilditch– que se sacó el clásico selfie ante la audiencia emocionada del Melià. El film lo protagoniza Daisy Ridley (Star Wars) y es un drama sorprendentemente intimista para ser, al fin y al cabo, una película de zombies.
We Bury the Dead es un film con buenas ideas. Su premisa se basa en hablarnos del duelo y de saber dejar ir tras la muerte imprevista de alguien cercano a través de la metáfora de los zombies. Y a Hilditch le funciona a medias. Tras una catástrofe nuclear, toda la población del sur de Tasmania fallece al instante. Ante tal horror, una serie de voluntarios se ofrecen a buscar e identificar cadáveres por toda la isla con la advertencia de que algunos de ellos pueden despertar. La protagonista se ofrece como voluntaria con la esperanza de encontrar a su marido que acabó en la isla por motivos laborales.
Más allá de un gran diseño de sonido, nada parece especialmente brillante o sorprendente en la película. Ridley está bastante bien como esposa afligida y la fotografía permite subrayar la belleza de los paisajes australianos. Es una película de crujidos, en los que el inquietante rechinar de dientes de los zombies y los crujidos musculares del trabajo como fisioterapeuta de la protagonista parecen ser el último signo de vida en una sociedad desolada. Sin embargo, el guion es bastante inconsistente y no conocemos lo suficiente a la protagonista como para que el espectador se vuelque con ella al cine por cien. Una película interesante y muy contenida para los amantes de los muertos vivientes, pero con menos interés cinematográfico que las otras dos que pude ver el sábado.

Como siempre es un deleite poder asistir al festival y disfrutar de propuestas tan estimulantes como las comentadas en esta crónica. El martes 14 vuelvo a la ciudad del Garraf para ver más películas que analizaré, de nuevo, en Blockbuster Keaton.