Antes de ponerme a hablar de Corazón Salvaje (1990), voy a afirmar un disparate con el que todos estaréis de acuerdo, de una manera u otra: David Lynch ha viajado a otros mundos. Su fuerza creativa, según él mismo admite, proviene de otro lugar, uno al que él accede a través de la meditación y de la imaginación. Cuando habla de su proceso creativo, se describe a sí mismo como un pescador flotando en un enorme océano primordial. Allí, pequeños pececitos – las ideas – pululan para ser atrapados y plasmados sobre nuestro mundo en forma de novelas, guiones, pinturas, partituras, canciones, películas…
La idea que este símil quiere transmitir no es ni únicamente de Lynch, ni moderna siquiera. Pero es, en mi opinión, una forma muy bonita de describir la creación artística, y una que apunta al profundo significado que el señor Lynch encontraba en su labor de cineasta. Él no se veía a sí mismo como un creador que amasa y esculpe materia inerte, sino como un explorador dentro de un mar vivo de conceptos que quieren ser expresados.

Considero que este matiz es importante para compartir su perspectiva y empezar a descifrar sus creaciones, que de otra forma suelen escapar a la lógica común y para muchos se quedan en meras curiosidades oníricas – o sea, flipadas raras. Vengo a deciros que Lynch no solo quiere sumergirnos en una atmósfera de sueño donde las normas del mundo real se transforman para hacernos decir ¿qué cojones…?, sino que nos abre, literalmente, la puerta a ese mundo donde las ideas se comportan como seres vivos y penetran dentro de la realidad mundana. No hay que estar loco para hablar lynchiano, pero hay que viajar muy cerca de la frontera entre lo abstracto y lo concreto, la realidad y el sueño. Allí, las definiciones se difuminan y todo empieza a cobrar sentido…
Y justamente en esa frontera se ambienta Corazón Salvaje, un romance violento en la vena de Romeo y Julieta o Bonnie y Clyde. Una película donde Nicolas Cage imita a Elvis Presley, donde las las brujas del Mago de Oz se materializan como seres angélicos y demoníacos, y donde Willem Dafoe sufre una de las muertes más descojonantes que he visto en pantalla.

Sailor (Nicolas Cage) y Lula (Laura Dern) son dos jóvenes pasionales y alocados, dispuestos a quemar el mundo, o los pitis que hagan falta, con tal de sentir calor. Lo que, al principio, parece un típico setup de neo-noir – una pareja a la huida, asesinos a sueldo, mucho sexo y rock & roll – se convierte en un viaje poético a través del americana, es decir, la mitología del corazón profundo (y salvaje) de Estados Unidos. Carreteras infinitas, moteles polvorientos, sueños rotos y paisajes bañados por neón y nostalgia. La utopía corrompida del mundo moderno, atravesada a lomos de descapotable por una pareja de outlaws contemporáneos. Ya de primeras, Lynch nos invita a bañarnos, por así decirlo, en el manantial del que brota la cultura americana: lo bueno, lo feo y lo malo – todo incluido. En este sentido, quizá ya no nos sorprenda tanto que la Bruja Buena del Sur aparezca aquí como en El Séptimo Sello (1957) de Ingmar Bergman aparecía la Virgen María.

“Este mundo es salvaje de corazón y raro por encima”, declara Lula en un momento de reflexión hacia el final del viaje. Y es que, precisamente, el amor que ella y Sailor comparten, esa burbuja mutua de entendimiento, parece ser la única fuerza salvadora que tienen a su alcance. Si no estuvieran juntos, estarían perdidos. Por separado, el mundo los engulliría. Lynch parece mostrarnos su romance como un rayo de esperanza y ternura, un catalizador de absurda belleza ante las oscuras fuerzas que conspiran para destruirlos. Bobby Peru, interpretado icónicamente por Willem Dafoe, es quizá el personaje que mejor encarna el lado opuesto, lo asqueroso y bruto del americana; hace gala de una sexualidad grotesca y perversa, que choca de todas las maneras posibles con el amor de los protagonistas.

Bobby representa una faceta de ese horror que se esconde bajo la superficie de la sociedad, uno que Lynch ya ha tratado de múltiples maneras en Cabeza borradora (1977), Terciopelo Azul (1986) y Twin Peaks (1990). Es un horror que se manifiesta de muchas formas distintas en sus mundos, pero siempre viene acompañado de una inquietante – casi palpable – aura demoníaca. Vamos, que da mal rollo de verdad. Consigue inquietar precisamente porque apela a impulsos oscuros que conocemos bien y tememos también.
Pero, a pesar de que el Mal sea un gran tema recurrente en su obra, el mensaje último de Lynch suele ser increíblemente optimista, y Corazón Salvaje no es una excepción. La pasión perdura ante las adversidades; la belleza sobrevive a pesar del horror, de la violencia y la muerte. Los milagros, de maneras inesperadas, existen y una canción de Elvis interpretada por Nicolas Cage puede ser más que simples notas musicales, más que voz y melodía, para convertirse en una declaración de amor eterno.

Al final, hablar lynchiano es hablar cine. Por ello, su voz atípica, su particular gramática de símbolos y estéticas – tan idiosincráticas como universales – perduran y perdurarán más allá de su muerte, formando ahora parte de ese mar donde los peces pululan para ser atrapados y plasmados sobre nuestro mundo en forma de novelas, guiones, pinturas, partituras, canciones, películas…