Hay películas que, con sólo su primera escena, ya te avisan de que vas a entrar en terreno pantanoso. Terciopelo azul es precisamente eso: una postal de suburbio norteamericano, césped recién cortado, bomberos saludando y una oreja humana medio enterrada en el jardín. David Lynch te mete de lleno en esa América de postal que, en cuanto rascas la superficie, empieza a supurar algo viscoso y muy poco tranquilizador.


La belleza de lo inquietante

Lo primero que me llama la atención es cómo Lynch consigue que lo cotidiano se vuelva incómodo con apenas un par de gestos. La fotografía, la música de Badalamenti y ese ritmo casi hipnótico hacen que cualquier conversación en una cafetería parezca esconder un secreto sucio. Dennis Hopper está desatado, sí, pero lo que realmente me deja mal cuerpo es cómo todo el mundo parece estar interpretando una versión distorsionada de sí mismo, como si la realidad estuviera ligeramente desencajada. Isabella Rossellini y Kyle MacLachlan, cada uno a su manera, son el ancla y el abismo de una historia que nunca sabes si tomarte en serio o como una pesadilla.
Es fácil entender por qué Terciopelo azul es, para los fans de Lynch, una de las obras favoritas de la carrera del cineasta. Hay una capacidad brutal para crear atmósferas, para sugerir más que mostrar, para dejarte con la sensación de que lo importante está pasando fuera de plano o en los silencios. Lynch no necesita grandes alardes para inquietar; le basta con una cortina moviéndose o una lámpara encendiéndose en el momento menos oportuno.

El universo Lynch y sus reglas propias

Viniendo de haber visto solamente El hombre elefante, el salto es considerable. Allí Lynch se contenía, apostando por la emoción y la empatía; aquí, en cambio, se lanza de cabeza a su propio universo de símbolos, fetiches y personajes rotos. Y aunque admiro el dominio del lenguaje visual y la valentía de no dar nunca lo que el espectador espera, reconozco que me cuesta entrar del todo en su juego. Hay algo en su manera de narrar, en esos diálogos que parecen escritos para que nunca termines de confiar en nadie, que me deja a cierta distancia.

Dicho esto, resulta evidente el magnetismo que ejerce el director. Terciopelo azul es cine de autor en estado puro, una de esas películas que no se parecen a nada y que, para bien o para mal, te dejan pensando varios días después. A pesar de no haber conectado al completo con ella, no puedo negar que es cine con mayúsculas, hecho por alguien que sabe exactamente lo que quiere contar y cómo contarlo.


Un clásico incómodo (y necesario)

Quizá no conecto emocionalmente con el universo Lynch como lo hacen sus seguidores más fieles, pero veo claro por qué Terciopelo azul es una obra de referencia. Es una película que incomoda, que te obliga a mirar donde no quieres mirar, y que demuestra que el verdadero terror no está en los monstruos, sino en lo que se esconde tras la puerta de al lado.

En definitiva, Terciopelo azul es una de esas películas que hay que ver al menos una vez, aunque sólo sea para entender de dónde salen tantas de las obsesiones del cine moderno. No será mi Lynch favorito, pero respeto profundamente su manera de retorcer la realidad hasta que deja de ser reconocible. Y eso, en el fondo, ya es mucho más de lo que consiguen la mayoría.

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