Maestro, sé que estás ahí, y no te tomes mis palabras a mal, pero Dune (1984) es una obra que no se sostiene, ni ni como adaptación ni como película autónoma. Sin embargo, es cierto que cada hazaña cinematográfica pertenece a su momento y es difícil separarla, ahora, de aquellas circunstancias que permitieron su salida al mundo. Yo no sé, en realidad, por cuántos aros tuviste que pasar y cuántas voluntades se sumaron a la tuya para dar a luz a esta obra fallida. Solo tengo mi visionado y el bagaje que traigo conmigo, para juzgar y asimilarla. Al fin y al cabo, tú mismo renegaste de la película después de dirigirla, cambiando tu nombre en los créditos de una de las versiones al de Alan Smithee, notorio sobrenombre que Hollywood usa para abandonar sus creaciones bastardas. 

Sea como sea, tu versión de Dune nos llega como una curiosidad de culto, un artefacto histórico más que una obra plenamente disfrutable para el espectador moderno. Todo en ella – desde el diseño barroco-espacial de los decorados, hasta los diálogos poéticamente torpes, personajes poco humanos que pueblan una trama acelerada – resulta, más que retro, simplemente anticuado. Viniendo después del éxito de Star Wars (1977), no es difícil imaginar a los ejecutivos de Universal, con los derechos de la novela original adquiridos, frotándose las manos mientras se figuran que la obra que inspiró la saga de George Lucas tendría el potencial de alcanzar el mismo éxito o incluso superarlo. Sin embargo, está adaptación de Dune, en un afán aparente de emular el viaje del héroe de Luke que tanto éxito le trajo a su creador, ignora o desestima aspectos esenciales de la novela de Frank Herbert. En el Dune de Lynch, nuestro héroe (Kyle MacLachlan) no es más que un chaval con circunstancias extraordinarias que consigue la victoria sobre sus enemigos mortales y trae la paz y la prosperidad a Arrakis. Los fans de la saga literaria – o de la nueva adaptación – reconocerán inmediatamente el problema con este acercamiento simplista, que desnuda a Dune de sus más profundas ideas sobre la naturaleza del poder religioso, del liderazgo político y de la psicología humana. 

Obviando las concesiones que, necesariamente, se tuvieron que hacer para transformar la densa novela original en una película de poco más de dos horas de duración, la ópera espacial que han montado aquí bajo el pretexto de Dune carece de la fuerza que necesita para dejar marca en el espectador. Quiere asombrar, recreando en excesiva opulencia visual el mundo rico en matices descrito en la novela. Pero, aún así, resulta no ser suficiente. Todo el valor artístico de los decorados, la vestimenta y los efectos especiales, se pierde a través de la gran falta de cohesión entre sus elementos. Definitivamente, no es el peor bodrio que os podéis echar en cara, pero rezuma a borbotones una gran cantidad de potencial desaprovechado. Nos encontramos ante uno de esos casos donde más es menos, en realidad, y uno más uno nunca consiguen acabar de hacer tres. Me explico: sus elementos por separado son bastante más admirables que el resultado final. 

Quizá el elemento más destacable de la película sean los villanos. Definitivamente, son ellos quienes más atrapan la atención y despiertan la imaginación. Con una representación vastamente simplificada de los Fremen y su cultura, los Harkonnen – y el decadente industrialismo de su planeta, Giedi Prime – por otro lado, se comen la pantalla, para bien y para mal. El Barón (Kenneth McMillan) resulta un ser verdaderamente asqueroso: un gordo pedófilo incestuoso cubierto de pústulas cuyas únicas fuerzas motoras son la crueldad, la avaricia y el traje flotante que le permite pulular por los aires cual espíritu canceroso. Entre sus sobrinos, Rabban (Paul L. Smith) y Feyd-Rautha, destaca este último, interpretado por ni más ni menos que el icono musical Sting, que demuestra una gran presencia en pantalla a pesar del poco tiempo y desarrollo que el guion le concede.

Con todo, señor Lynch, tú ya sabes que esto no es suficiente. Un villano efectivo y odiable puede ensalzar una película mediocre, pero nunca la acabará de salvar. El poco interés que Paul, los Atreides y las Bene Gesserit despiertan es flagrante. Si un héroe no tiene peso, su viaje resulta vacío. Y es que en este caso, los fans que vengan buscando una película de Lynch se irán, sobra decir, decepcionados. Por otro lado, aquellos que vengan a disfrutar de una ópera espacial con estética retro quizá encuentren suficiente pasión y cariño en los detalles, pero en ningún caso se llevarán una experiencia que vaya a marcarles. 

Así que, como artefacto histórico, Dune (1984) es interesante de contemplar, juzgar, admirar y comentar. Su contexto aporta, colocándola al principio de la carrera de uno de los grandes maestros del cine – y del surrealismo – moderno antes de que este haya encontrado, aún, la madurez en su voz autoral. Pero esto no quiere decir que esté achacándole el fracaso a Lynch. Sinceramente, Hollywood nunca ha sabido muy bien qué hacer con Dune. Incluso la mega producción planeada por Alejandro Jodorowsky que nunca llegó a ser – con banda sonora de Pink Floyd y con Salvador Dalí en el papel del Emperador (durísimo, la verdad) – tenía toda la pinta de querer abarcar demasiado y no saber qué historia venía a contar. Nunca lo sabremos. Lo cierto es que George Lucas llegó para cambiar el panorama cinematográfico y la versión de Lynch estaba destinada a tener que encajar en ese nuevo molde. Tuvieron que pasar cuatro décadas más, tuvimos que ver a Star Wars convertirse a su vez en una reliquia del pasado. Tuvimos que ver la saga de las galaxias fracasar bajo la mano de Disney para que Dune recibiera, por fin, una adaptación más justa y fiel a la gran pantalla. 

Ahora bien, no dejemos que esta curiosa anécdota en su filmografía, nos despiste de lo que venimos a celebrar: la carrera de uno de los directores más únicos, originales, inconformistas e influyentes de nuestro tiempo. 

Gracias, señor Lynch. Nos vemos al final del arcoiris…

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