«Hasta que no hagas consciente lo inconsciente, este dirigirá tu vida y lo llamarás destino.» – Carl Gustav Jung
Una sombra tenebrosa que rezuma desde las profundidades atormenta la psique de una joven sola y desamparada. Ella tiende la mano hacia la oscuridad en busca de calor y compañía para librarse de su soledad, despertando así un mal ancestral que la perseguirá durante el resto de sus días. Así comienza el Nosferatu de Robert Eggers, como una fábula junguiana sobre el deseo y la represión, y sobre el mal que acecha desde los rincones donde no estamos dispuestos a mirar. Esa misma fuerza que se imprime como un hierro candente en las entrañas de Ellen (Lily-Rose Depp), nuestra protagonista, se convierte en una pesadilla lúcida exteriorizada, que infecta todos los aspectos de su vida y carcome los cimientos racionales de una sociedad al borde de la revolución industrial.
Como ya sabréis, esta película es una reinterpretación del clásico absoluto de F. W. Murnau de 1922, a su vez adaptación no oficial del Drácula de Bram Stoker e inauguradora del vampiro como icono cinematográfico. Si hablamos de trama, aquí no hay nada eminentemente nuevo. Todos conocemos la historia de Drácula, en la que un conde vampiro de los Cárpatos viaja al occidente moderno para repartir plagas y muerte y atormentar de manera especial a un grupo de personajes que luchan contra su llegada. Pero, sin embargo, lo que Eggers consigue con su versión es tomar este mismo marco narrativo y destilar la esencia del vampiro como arquetipo psicológico, personificado en la oscuridad hambrienta que el Conde Orlok (Bill Skarsgard) encarna.

Sin ir más allá, os adelanto que la película es un verdadero triunfo, capaz de expresar la belleza y el terror de su relato con imágenes y secuencias que cortan la respiración. Desde la impecable atmósfera gótica, remitiéndonos al expresionismo alemán que definió la estética del horror en los albores del cine, y al Romanticismo – con mayúsculas – característico de la literatura que la inspira, Nosferatu exhibe tal seguridad en si misma y claridad en sus intenciones que es difícil no quedarse boquiabierto en admiración. En pocas palabras, es un matrimonio ideal entre la estética expresiva del terror clásico y la profundidad psicológica y temática que muchas veces busca el terror moderno.
En cierto sentido, podemos interpretar Nosferatu como una secuela espiritual para la ópera prima de Eggers, La bruja (2015). En esa ocasión, el relato de brujas terminaba con un pacto satánico. Pues, aquí, Eggers nos habla de las consecuencias de dejar entrar al mal, indagando en el origen psicológico de ese mal y en los peligros de barrerlo debajo de la alfombra.

Las interpretaciones son todas geniales pero Lily-Rose Depp y Bill Skarsgard destacan también por su atrevimiento. La intensa fisicalidad en los espasmos epilépticos de la primera y el trabajo vocal de ultratumba del segundo consiguen atrapar e inquietar más que cualquier representación visual del monstruo. Aún así, el diseño del vampiro y los sustos tradicionales tampoco pasan desapercibidos. Estamos, a todas luces, ante una obra terrorífica que consigue hacer muy tangible la presencia de un mal trascendental que lo inunda todo con su hedor a muerte.
Y quizá la emoción imbuida por la experiencia cinematográfica esté hablando por mí, pero creo sinceramente que, con Nosferatu, nos encontramos ante un hito del género. No se reduce a ser solamente un ejemplo magistral de como inyectarle nueva sangre a una historia clásica, sino que también emerge como una visión singular perfectamente realizada, que seduce con belleza para abalanzarse sin reparos sobre tu yugular.
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