Corría el año 2019 y el Joker de Todd Phillips y Joaquin Phoenix estaba viviendo un inesperado momento de relevancia cultural. Lo que parecía ser una historia de origen absolutamente innecesaria, triunfó gracias al papelón de Phoenix y a una reinterpretación acertada del villano de Batman por excelencia; que ponía en evidencia la frustración de los desamparados e ignorados por la sociedad. Si bien es cierto que, narrativamente, tomaba sus mejores bazas de Taxi Driver (1976) y El Rey de la Comedia (1982) de Scorsese, la película lograba de alguna manera trascender también esa condición de refrito y levantarse como una obra con identidad propia.
Según declaraciones del director en su momento, esta debería haber sido una película única y no el principio de una nueva saga, pero el público lo pedía y Warner respondió. Y lo hizo con ni más ni menos que $200M de presupuesto para Joker: Folie à Deux, una obra que ha acabado por no contentar a nadie – excepto a Tarantino. Un arrollador fracaso en crítica y taquilla y también una de las películas mainstream más desconcertantes de la historia.
Folie à Deux desafía todo tipo de expectativas y nos enfrenta a un escabroso drama carcelero y judicial bajo el marco de un romance musical que habita decididamente una tierra-de-nadie en el panorama del cine popular actual. Durante gran parte del metraje, sentimos que nada lleva hacia ningún lado. Sus secuencias parecen dar vueltas en círculos entre el juzgado de Gotham y los pasillos de Arkham, donde un Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) aún más perdido que en la película anterior es juzgado y castigado repetidamente y de formas crueles por sus crímenes.
El debate central gira entorno a su salud mental, la presunta personalidad múltiple nacida del trauma que le ha hecho cometer esos crímenes y la percepción mediática del Joker como un símbolo para los desamparados que ya están hartos de tragar. Es un popurrí interesante de conceptos que convierten a esta secuela más en un comentario sobre la película de 2019 que en una continuación como tal de su trama. La Harley Quinn de Lady Gaga aparece para alentar a Arthur en su locura y para confirmarle que es perfecto tal y como es. Pero su personaje no va hacia ningún lado tampoco y la pareja que ambos forman nunca acaba de satisfacer esa fantasía del match-my-freak que, en concepto, promete. Su relación es vacía y sirve solamente para complementar ese metacomentario lleno de bilis que Folie à Deux intenta hacer sobre su antecesora. Me explico.
Joker (2019) fue recibida por una parte importante de la audiencia como una reivindicación de la ira incel – esa rabia injustificada y egoísta hacia la opresión social de los “hombres solos e incomprendidos” – cuando en realidad queda patente, ahora, que la intención de sus autores era ligeramente más matizada. A pesar de exudar rabia adolescente y provocación simplona, en el fondo la película hablaba de las consecuencias de ignorar durante demasiado tiempo los sentimientos de los marginados y de los proscritos. El mundo trataba a Arthur Fleck como un chiste hasta que el chiste aprendió a matar para llamar la atención. Es ciertamente un sentimiento dañino que – sobre todo en el contexto de EEUU – nos remite a pensar en los «school-shooters» que descargan su ira de forma mal encaminada sobre los inocentes para sentirse vistos y escuchados.
Así pues, esta secuela nos muestra cómo esa figura del Joker, empoderadora para todos estos potenciales «school-shooters», se ha convertido en una obsesión violenta que va mucho más allá del propio Arthur, de su alter ego y de los actos de violencia que cometió en la primera película. Cuando, en Folie à Deux, Arthur Fleck toma las riendas de su propio juicio y despide a su abogada, tanto sus compañeros de Arkham como sus fans de fuera lo aplauden y lo entienden como un «fuck you» al sistema. Esperan con ansia ver el ascenso triunfal de una figura mesiánica que los lidere para tirar abajo la sociedad que los oprime. Sin embargo, Arthur hace exactamente lo contrario. Renuncia al circo del Joker y a su propio mito, dándoles la espalda a aquellos que adoran a su personaje. Esta actitud no está muy lejos de la de Todd Phillips y compañía, que no buscan darle al público lo que pide y – como no podía ser de otra manera – también han sufrido las debidas consecuencias en crítica y taquilla.
En la película, la consecuencia de esa decisión del personaje se presenta con crudeza en la escena final: uno de sus seguidores dentro de Arkham lo apuñala sin ceremonias y se mutila las mejillas de la forma que todos reconocemos, dejándonos un mensaje claro y perturbador. El Joker se asienta como un símbolo que trasciende a Arthur Fleck; ya no necesita de él para existir. La ignorancia, la crueldad, el maltrato y la opresión son las fuerzas que incuban monstruos, los mismos que, tarde o temprano, regresan en busca de venganza contra el mundo que los creó. Quizá no sea el mensaje más profundo, pero es sin duda relevante en una sociedad que tiende a demonizar a aquello que le resulta incómodo o incomprensible.
A pesar de encontrar esta línea temática muy interesante y de haber sentido su impacto mientras corrían los créditos finales, es difícil cualificar a Joker: Folie à Deux como una buena película. Su trama, como ya he avanzado, no se sostiene en gran parte. Los números musicales componen, a la vez, algunas de las escenas más espectaculares y entretenidas de la película y también algunas de las peor concebidas y dignas de “cringe”. Todo este mejunje te acaba dejando con una sensación muy marcada de «qué cojones acabo de ver». Es una película que parece estar concebida, en cierto sentido, desde la mala fe y desde el rechazo hacia su propia audiencia, pero que a mí termina resultándome muy interesante de contemplar dentro de su contexto. Entiendo completamente su fracaso, pero aplaudo sin reparos su intención.