No es la primera vez que Coralie Fargeat explora el body-horror a través del sufrimiento del cuerpo femenino. En su ópera prima, Revenge (2017), nos narraba la historia de una mujer asaltada por tres hombres y abandonada en el desierto para morir. Contra todo pronóstico, la protagonista se recupera, llega a controlar su cuerpo malherido, y busca venganza contra sus agresores. De algún modo, La sustancia (2024) retoma esta premisa, pero con una vuelta de tuerca: en lugar de poder ejecutar su venganza contra quienes la rechazan, esta vez la represalia termina por volverse en su contra, llevándola a enfrentar al verdadero “aparente” culpable: ella misma.
Con un enfoque al estilo Lynch, que retrata un Hollywood en decadencia, Coralie Fargeat reflexiona sobre la belleza femenina y su lugar en el Hollywood contemporáneo. Sin embargo, la visión de la belleza trasciende los estereotipos de la industria, volviéndose un concepto universal que desafía a cualquier espectador. Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una celebridad en declive, decide recurrir a una droga del mercado negro: una sustancia que replica células y que, temporalmente, le permite crear una versión más joven y mejorada de sí misma. No hace falta más contexto para sumergirse en la película; la experiencia es suficiente por sí sola. Eso sí, se recomienda haber comido algo ligero antes de entrar en la sala.
Con una Demi Moore desbordada en conflicto con una Margaret Qualley en su máximo esplendor, La sustancia plantea un desafío tanto actoral como corporal. No es casualidad que Elisabeth Sparkle sea retratada como un cuerpo marchito por la industria, ya que, aunque suene obvio, el cuerpo del actor es el actor mismo. Sin embargo, lo verdaderamente complejo es el reto físico del cambio, y es aquí donde la película rompe barreras: un cambio de cuerpo que trasciende nuestras posibilidades, presentando una fábula que, aunque parezca lejana, convierte a Elisabeth Sparkle en nuestra portavoz más sincera.
Todo esto se logra mediante referencias cinematográficas brillantemente ejecutadas, desde pasillos con ecos de Kubrick hasta montajes que evocan a Aronofsky. Este relato posmoderno, que inicialmente puede parecer una obra puramente Cronenbergiana, va mucho más allá de lo que podríamos esperar.
Lo mejor de La sustancia, más allá de sus referencias y reflexiones, reside en su autoconsciencia. El cuerpo de la película —cambiante, hermoso, grotesco y sanguinario— es plenamente consciente de lo que es y en lo que se convertirá. Hay momentos totalmente absurdos, que el filme no teme destacar y exagerar, invitando a no tomarlos demasiado en serio. Pero también hay instantes profundamente emotivos que, a su vez, rozan lo ridículo y lo melancólico.
Es en esa fina línea entre lo absurdo y lo emotivo donde La sustancia encuentra su grandeza, convirtiéndose en una película que tiene absolutamente todo bajo control, sin excesos ni carencias. Esa delicada línea es lo que impulsa su audacia y descompone al espectador, presentando un cuerpo fílmico latente y en constante cambio que, sin duda, seguirá trascendiendo en los años venideros del cine.