He escrito en alguna ocasión que Francis Ford Coppola no dirige películas, sino óperas. Si podemos entender las pulsiones del cine de sus compañeros de generación Steven Spielberg y Martin Scorsese desde sus traumas familiares y su fe católica respectivamente; es imposible no entender a Coppola desde sus raíces italianas. Los padres de Francis eran dos inmigrantes asentados en Detroit que siempre inculcaron las tradiciones de su país a su hijo (su madre se llamaba literalmente Italia Coppola). La teatralidad y el melodrama propios de la cultura transalpina impregnan cada una de las cintas del cineasta y las dotan de una solemnidad que parece estar más allá de la vida y de la muerte.
La ópera y el teatro supuran por cada plano y cada línea de diálogo en las películas de Coppola, desde la “shakespearianidad” de El padrino (1972) hasta la puesta en escena propia de broadway de Corazonada (1981), pasando por las valquirias wagnerianas de Apocalypse Now (1979). A estas influencias hay que añadirle que Francis Ford Coppola hace tiempo que solo rueda aquello que su corazón le dicta, y no parece estar muy en la línea de lo que gusta a la audiencia mayoritaria. De algún modo, parece que en algún momento desconectó de la realidad para vivir en una burbuja en la que el mundo que le rodea no es más que una pantomima y no hay forma de introducir ningún atisbo de realismo en sus cintas.
Megalopolis es todas estas ideas llevadas al extremo. De hecho, parece que quiere ser todas las ideas que pueden existir y pretende abarcar la historia de la civilización humana en poco más de dos horas. Una película que, recordemos, nadie quiso financiarle al bueno de Francis y pagó de su bolsillo los 200 millones de dólares que costó. Para financiarla tuvo que vender su fortuna en viñedos porque parece que no tenía suelto. Coppola tiene ya 85 años, y si otros veteranísimos directores han construido obras crepusculares al adquirir consciencia de su mortalidad, parece que Francis ha decidido elaborar una obra infinita. Como si hubiera cobrado, de repente, consciencia de su inmortalidad.
Entrando ya en el análisis, el film tiene uno de los tonos más extraños que se hayan visto jamás en una película de cine. Hay momentos en los que la audiencia no puede asegurar si está viendo una comedia, un melodrama o una tomadura de pelo. Todo es extremo y excesivo. Es un sainete histérico y enajenado en el que es imposible predecir los próximos minutos ni entender las decisiones que se toman. Megalopolis es una de las obras más alejadas de la realidad que se han rodado jamás, a pesar de querer tratar temas políticos y filosóficos muy patentes en la actualidad.
Para aquellos interesados en el argumento (ya aviso que este interés se pierde rápido en cuanto uno entra en el mundo de sus imágenes), la película habla de una ciudad que se encuentra en un estado crítico a nivel político, urbanístico y social y del intento de sus figuras públicas por hacerse con el poder que está en disputa. Una comparación entre la caída del imperio romano con la idea de Coppola del futuro de Estados Unidos. En el centro, un hombre (Adam Driver) que tiene el sueño de erigir una utopía en base a la tecnología que él mismo descubrió. Si esta premisa no tiene demasiado sentido para el lector, recomiendo no agarrarse con excesiva firmeza a ella, pues se desmorona en cada escena hasta elaborar una especie de mosaico en el que sus partes no tienen ningún sentido por separado y, la única esperanza del autor es que se pueda entender con algo de perspectiva.
El tema de fondo de la película es la artificialidad de cualquier comunidad humana y del amor como único elemento real y natural. El amor es lo único que puede alejar al ser humano de la ambición desmedida y del ansia de poder. Aquellos personajes capaces de amar son los que salen mejor parados, por más que sus acciones hayan sido despiadadas y egoístas. El tiempo no perdonará a aquellos que no hayan amado y ni toda la crueldad que provocan el dinero y el poder podrán acabar con la fuerza incontrolable del amor. La base del concepto, aunque algo azucarada, es potente, y no desentona en una película en la que las ideas están comprimidas hasta el punto de no caber en la pantalla. Es probable que hay muchas más lecturas sobre el mensaje que pretende lanzar el director. Es posible que no haya ningún mensaje. Pero es fácil creer que el único vínculo con la vida real que le queda a Coppola es el amor que siente por sus seres queridos y por el cine. No en vano, un par de familiares del cineasta aparecen en la película (Talia Shire, Jason Schwartzman) y cuesta no imaginar a Francis concibiendo el papel protagonista de César Catilina para su sobrino Nicolas Cage. Con todo el respeto para Driver, hubiese sido una decisión abismal que hubiera elevado la excentricidad de la película todavía más. Puede que la edad de Cage haya sido un impedimento, pero ya hace años que Coppola ideó la película, y seguro que ha habido alguna conversación en alguna cena de Navidad.
La dirección y la puesta en escena (un contexto futurístico basado en la Antigua Roma), son de un barroquismo visual que el autor de este texto no había visto desde Speed Racer (Lana y lilly Wachowsky). Las interpretaciones de un elenco amplísimo están pasadísimas de vueltas y se exprime al máximo a interpretes tan histriónicos como Adam Driver o Shia LeBeouf. Los diálogos buscan una trascendencia y un calado que los hacen coquetear con la parodia y los recursos visuales son injustificados e injustificables (planos holandeses, pantallas partidas, imágenes de archivo, CGI a kilos…).
Con todo esto, Megalopolis no es para todo el mundo, pero es una experiencia incomparable con nada que se haya hecho jamás. Resulta extrañamente difícil escribir sobre ella porque su atractivo nace de unas decisiones incomprensibles y todo aquello que se puede alabar de ella es muy criticable a nivel lógico. Es una película que no se puede contener en un texto porque es una película que no se puede contener en una película. Cuesta saber si estamos ante el delirio de un anciano disociativo o ante una obra visionaria y adelantada a su tiempo. Probablemente sea la primera, pero si uno la ve con la mente abierta, es probable que encuentre algo de belleza en toda esta megalomanía.