Le llamaban el nuevo Spielberg. Y es que la irrupción en el mainstream del director de origen indio M. Night Shyamalan con El sexto sentido (1999) tiene poco que envidiarle al verano en el que Spielberg estrenó su Tiburón (1975). Las expectativas sobre lo que podía ofrecer la filmografía de Shyamalan estaban por las nubes y, aunque la crítica siempre tiene problemas con el cine de género, sus siguientes obras mantenían un nivel muy alto. Especialmente, una debilidad personal como es El Bosque (2004). ¿Pero qué hacía especial el cine de Shyamalan? Pues, en una palabra: sorpresa. Tanto sus premisas, como sus giros de guion, manejados con una puesta en escena impecable hacían del visionado de sus primeras películas una experiencia altamente disfrutable.
Pero las huellas de Spielberg le quedan grandes a cualquiera, y después de un par de fracasos críticos, quiso probar a meterse en el mainstream de verdad. Se vio capaz de llevar a cabo una superproducción titánica. El fracaso en cuestión: Airbender: el último guerrero (2010). La película consiguió enemistar de por vida a los fans de Avatar. La leyenda de Aang (2005) con el director y convenció a todos aquellos que no habían visto la serie de Nickelodeon de no darle una oportunidad. Y es que Shyamalan no sabe prescindir de la sorpresa. No hay estudio que pueda encasillarlo, pues M. Night necesita hacer las películas que a él le gustaría ver.
Hace ya años que Shyamalan no se pasa por los Oscar ni recauda millonadas en taquilla, pero su carrera está lejos de estar muerta. Después de desprenderse de la presión de ser quien la gente quería que fuera, ha empezado (o ha vuelto) a ser él mismo. Sus películas más recientes se pintan de raras y de tener “malos guiones”. El mainstream las ve como “idas de la olla” y la crítica las trata como arte menor. Pero si uno se sienta a ver una cinta como Tiempo (2021), puede ver al cineasta sonriendo detrás de la cámara. M. Night Shyamalan siente devoción por su cine de la forma menos soberbia que existe. Es que se lo pasa en grande con sus historias, sean originales o adaptaciones. Y en su última película, La trampa, está particularmente disfrutón.
La premisa de La Trampa es una maravilla. Durante un concierto de una superestrella del pop, un padre que acompaña a su hija se entera que todo el evento es una trampa para atrapar a un asesino en serie. ¿El problema? Él es el psychokiller y tendrá que encontrar una forma de salir del estadio sin que lo descubran los federales. Puro Hitchcock. Shyamalan es incapaz de alejarse del género del terror. Todas sus cintas contienen algún elemento perturbador. Pero La trampa es, ante todo, suspense. Es un juego en el que la percepción de quién tiene la situación bajo control cambia cada pocos minutos. No me malinterpretéis; la película dista de ser perfecta y, como crítico, me siento obligado a enumerar a continuación sus mayores defectos, pero es una obra que cae muy bien. Ojalá los defectos de cualquier película mediocre fueran los mismos que los de La trampa: el cine sería un lugar mucho más divertido.
Para empezar, el guion es muy tramposo. ¿Qué esperabais? Los guiones de Shyamalan siempre juegan contigo de forma poco honesta. Y es que el cineasta nunca ha creído en la honestidad si la honestidad es aburrida. El amigo M. Night está siempre al servicio del entretenimiento. Y La trampa es entretenida de cojones (perdonad mi lenguaje, me emociono hablando de esto).
Hitchcock ejemplificaba el suspense hablando de una bomba bajo la mesa. El personaje no sabe que hay una bomba ahí, pero el espectador sí, por lo tanto, la audiencia empieza a morderse las uñas porque esa información la tensiona hasta el extremo. Cuanto más dure la tensión, mayor será el suspense. Bueno, pues para Shyamalan, la mesa es a prueba de bombas. Pero cuando descubrimos eso, el personaje había desactivado la mesa. Pero es que resulta que el todo el restaurante es una bomba. Y al final, todo es un plató de televisión en el que se rueda la secuencia de la bomba y nadie corre peligro. Pero alguien ha cambiado la bomba de atrezzo por una bomba de verdad… ¡No hay normas! La moneda de dos caras la tiene un trilero, y cuando quieres saber quien tiene el control de la situación, si los buenos o los malos, la única respuesta correcta es M. Night Shyamalan.
Otro detalle que edulcora un poco la película es que el propio filme sabe que su premisa es de mediometraje y, por mucho que intente alargar la premisa, llega un punto en el que debe romperse narrativamente. Por muy kamikaze que sea el director, a medio metraje hace uso de la salida más fácil narrativamente y duele un poco ver como no se compromete al cien por cien con su idea inicial.
A partir de aquí, viene todo lo bueno. La claustrofobia que consigue transmitir en un estadio abarrotado hasta arriba es demencial. En sus mejores momentos, La trampa me ha recordado a Buried (Rodrigo Cortés, 2010). Las herramientas que tiene el protagonista para salir del estadio son mínimas. Es como querer salir de un ataúd con un mechero y un Nokia. Y hablando del protagonista… cómo está Josh Hartnett. Encarna igual de bien al padre modélico y al asesino psicópata, y cambia de uno a otra a una velocidad que asusta al miedo. El casting, la interpretación y el diseño de vestuario lo hacen parecer un gigante frente al resto de personajes y resulta realmente perturbador. En él está la mayor virtud de la película, que es el punto de vista. El espectador acaba mareado como una peonza moral porque no sabe si apoyar al asesino en serie o a la policía, porque Hartnett resulta tan empático que cuesta verlo como el villano. No es hasta la mitad de la cinta, cuando se nos introduce el personaje de su mujer (Allison Pill) que uno toma una decisión.
Otra característica que hace imposible odiar La trampa es que es una carta de amor a las hijas. Hasta un asesino psicópata puede caernos algo bien si es un buen padre. ¿Quién es peor persona, un loco que descuartiza inocentes o tres adolescentes que hacen “bullying” a otra niña? La pregunta está en la calle. Shyamalan celebra la paternidad poniendo en el foco a su hija en la vida real. Literalmente. Pues Saleka Shyamalan interpreta a Lady Raven, la megaestrella del pop que protagoniza el evento donde se da la acción. Y es innegable que la quiere con locura, porque le da momentos de escenario para aburrir y le ha permitido componer 14 canciones originales para la película. Hay momentos que uno duda si ha ido a ver una peli de asesinos o al Eras Tour.
Hace poco vi un tweet que decía que darle a La trampa menos de tres estrellas en Letterboxd es de mala persona y darle más de tres estrellas es de loco. Estoy de acuerdo, por eso en esta editorial le hemos puesto tres estrellas y media. Porque con Shyamalan hay que despedirse de la lógica. Porque si hasta un asesino frío y calculador tiene su corazoncito, ¿por qué no lo vamos a tener nosotros? Os pido, con toda la fuerza que puedan transmitir mis palabras, que vayáis a ver La trampa y os forméis una opinión. Porque hay muchísimas películas mejores que La trampa, pero muy pocas con tanto poder para enamorarse del cine. Desde hoy, Blockbuster Keaton es un medio pro-Shyamalan (si no lo era ya) y es un barco en el que estáis todos invitados. Nunca es tarde para amar el cine de M. Night Shyamalan.