Pocas cosas provocan más risas que un buen trompazo. Un costalazo, un mamporro o un tortazo suelen ser suficiente para arrancar una buena carcajada a cualquiera que tenga el privilegio de presenciarlo. Ricos, pobres, altos, bajitos, cínicos, felices, tristes… nadie es capaz de resistirse al placer de mofarse del dolor y la humillación ajena que supone un leñazo espontáneo y sincero. El cine siempre ha visto potencial en golpear cuerpos hasta la extenuación para provocar la risotada de la audiencia; de ahí nació uno de los primeros subgéneros de la comedia cinematográfica: el slapstick.

En Blockbuster Keaton somos grandes defensores del slapstick, pues uno de sus maestros da nombre a nuestro humilde blog. Por ello, me resultó irresistible la idea de iniciar sesión en Filmin y meterme en vena una película sin diálogos, heredera del slapstick y de los Looney Toones sobre un hombre que caza animales antropomórficos. La propuesta estética de Cientos de castores es un deleite para los amantes de las primeras décadas de la historia del cine y aprovecha al 200% las limitaciones presupuestarias de una película pequeña.

No sorprende que esta cinta se estrenara en España en el marco del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, pues un festival parece el lugar idóneo para disfrutar de esta pequeña joya. La película no es más que una colección de gags que funcionan de forma individual y, sobre todo, por acumulación. Su director, Mike Cheslik, consigue elaborar, con muy poco, un mundo con sus propias normas y saca el máximo provecho de todos los elementos que aparecen en pantalla.

El argumento puede parecer algo vacuo, pero el filme no pide más: un hombre se encuentra en territorio salvaje y se ve obligado a convertirse en un cazador de pieles para sobrevivir. Como siempre, la gracia no está en el qué, sino en el cómo. Para empezar, los animales salvajes son personas disfrazadas de animal (castores, conejos, lobos y perros), lo que ya resulta divertido y tremendamente expresivo. Además, Cheslik juega con los elementos del slapstick clásico y construye la narración sin diálogos (aunque con sonido, al más puro estilo del Coyote y el Correcaminos), en un blanco y negro muy saturado y con mucha, mucha comedia física.

Cientos de castores es una película difícil de comentar porque se aleja de casi todo lo que hayamos visto. Es una propuesta que lo apuesta casi todo a una sola carta y juega con ella hasta el último minuto. Esta carta es su sentido del humor bruto y macarra, pero tremendamente inteligente. Los gags funcionan por sí solos, pero siempre tienen un remate minutos después que hace que la risa se acentúe por acumulación. Es como si los Monty Python guionizaran un episodio de Bugs Bunny, haciendo así, que su éxito trascendiera el de cortometraje para encajar como un reloj suizo a lo largo de casi dos horas.

El clímax de la cinta es otro de tantos homenajes a la historia del cine, pues hay fotogramas de un juicio que parecen la versión furro de la sentencia a Juana de Arco de Dreyer y una especie de “Tomyjerrysación” de la escena de la fábrica de Tiempos modernos. Toda la película destila un cariño extremo por la artesanía de producir una película y es esperanzadora la idea de construir una película tan redonda con poco más que una brillante preproducción.

Sobre su director, Mike Cheslik, sólo puedo añadir que es su primer largometraje, pero promete convertirse en un nuevo referente de la comedia americana; siempre que sus próximos pasos sean los correctos. Me recuerda a Los Daniels en el aspecto de tomarse tremendamente en serio hasta la idea más absurda para elaborar algo con sentido y mucho corazón. Ojalá encontrarnos con más películas como Cientos de castores, y ojalá mucha gente pueda descubrir esta joya todavía algo oculta, porque es puro cine y una de las experiencias más desternillantes de los últimos años.

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