Los días perfectos son complicados cuando uno los desea. Aún más si uno desea algo que no podrá controlar. Wim Wenders lo entendió, e hizo Perfect Days.

El director de París, Texas (1984) y El cielo sobre Berlín (1987) llevaba tiempo sin rodar una ficción comparable a sus anteriores filmes. Estrenada en la sección oficial de Cannes, y galardonada con el premio al mejor actor, Perfect Days nos trae a un Wenders nuevo, simpático e icónico. Que nos provoca tristeza y amor por partes iguales, y, por mi parte, nostalgia de un Wenders antiguo renacido.

El film nos relata la vida diaria de Hirayama (Koji Yakusho) que se dedica a limpiar los baños de Japón. Su vida es simple, se levanta cada día con el sonido de la escoba del barrendero, e inicia su día, con un café en lata y algunos temazos. No existen los días de la semana, no existe el tiempo, solo estamos con él viviendo su día a día. No sabemos casi nada de Hirayama, solo que tiene familiares, que le gusta cuidar de sus plantas y que le gusta leer. El silencio es la palabra más fuerte en este filme. No tenemos un diálogo firme en toda la película, y cuando hay diálogo, es magistral. Los días parecen ser repetitivos, pero cada mínimo cambio o detalle se aprecia y se transforma en universal.

Lo que resalta más de la película es la temporalidad. Los planos largos y estáticos junto a los paisajes en constante movimiento son de una belleza extraordinaria. Wenders filma y no se detiene, mostrando una belleza de la cotidianidad que provoca sensaciones reconfortantes. Además de eso, es una fotografía muy cuidada, junto a una iluminación propia de un cuadro romántico. Sin olvidar que la película está ambientada en un Tokio iluminado e impresionante. Creando una dicotomía entre la naturaleza más pura y tradicional junto a la urbanización más fascinante y sobrecargada del mundo contemporáneo.

Dicotomía que se podría comparar perfectamente con el cine de Yasujirō Ozu, quien para Wenders es de una gran inspiración. Y se ve perfectamente en la película, no solo en el retrato de los problemas en un Japón nuevo e industrializado, sino en el tipo de personajes. Hirayama podría ser un personaje de Ozu, calmado y silencioso, pero con un corazón y actitud adorables.

Wim Wenders nos roba el corazón como ya hizo con París, Texas. Mostrándonos sin prejuicios una oda a la cotidianidad de manera increíble. Al principio puede parecer que Wenders es un extranjero en ese Tokio tan grande, pero a través del respeto y el cariño que ofrece, se vuelve un relato universal. Ya que no le cuesta mostrar esos pequeños gestos que nos hacen crecer como personas, y lo hace con una sensibilidad tan grande, que nos mueve como espectadores.

Asimismo, se nota como Wenders ha crecido como director. Es más pequeño y minimalista. Con pocas ganas de crear una obra maestra. Es un Wenders mayor y con ganas de hablar y conversar. También es un Wenders nuevo, ofreciendo escenas oníricas y experimentales (dirigidas por su hija) que nunca antes habían sido vistas en su cine. Es un Wenders que echa de menos hacer pequeñas historias emotivas. Un Wenders que parecía que nunca iba a volver, aun así, parece que nunca se fue, sino que creció.

Un factor más de la ternura de la película es su actor principal, Koji Yakusho. Actor con una enorme expresividad en su mirada. Es cierto que la película no tiene unas emociones muy directas y exageradas, pero Yakusho, con muy poco, hace muchísimo. Hay ese plano final donde parece que explote todo el melodramatismo, pero Yakusho crea un sentimiento fuera de este mundo. Vaya último primer plano, estático y tremendamente emotivo: nos hace sentir cada lágrima.

Perfect Days es una película fascinante. A través de muy poco, se crea un espacio y una intimidad fuera de este mundo. Una oda a los pequeños relatos y a las pequeñas acciones. Pequeños días llenos de defectos, pero que acaban siendo perfectos en nuestra memoria. Eso es Perfect Days, una carta de amor a nuestros días y a nosotros mismos. Nada es insignificante, nada es porque sí, todo es importante, incluso lo que no lo es.

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