El efecto que una buena película tenía en nuestra niñez es una sensación que solemos recordar con nostalgia, pero muchas veces podemos menospreciar el impacto vital y emocional que pudo tener. Hay experiencias en salas de cine que cambian vidas. Los sabe el joven alter ego de Spielberg en Los Fabelman (Steven Spielberg, 2022) y lo sabe el tierno Totò en Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988). La nueva película de Lone Scherfig (An Education), La contadora de películas, evoca esos recuerdos de la infancia y de esas primeras experiencias a la luz del proyector bajo el amparo de nuestros padres.
El relato nos ubica en la Pampa chilena, a finales de los años sesenta. En una comunidad minera, la sesión de cine de los domingos es la única alegría para la familia Castillo. Cuando el dinero empieza a escasear el ocio no puede seguir siendo una prioridad, pero los Castillo encuentran una solución: La hija, María Margarita (quien va a ser la protagonista de la cinta) va a ser la elegida para ir semanalmente al cine (como quien va a misa) para posteriormente contar la película a sus padres y hermanos. Esta premisa es eficaz, nostálgica y cinéfila, pero la película se pasa de ambiciosa y se desvía fácilmente de estas escenas tan entrañables.
El guion (adaptación de una novela de Hernán Rivera Letelier y escrito por Isabel Coixet, entre otros) abre demasiadas tramas que dispersan la atención de los dos elementos principales que sí funcionan: las relaciones entre los miembros de la familia protagonista y la pasión de la clase obrera por el cine. A mitad de la cinta, y mediante una elipsis de varios años, la condición de la protagonista de «contadora de películas» dejará de ser el foco narrativo para dar pie a comentarios sociales, crítica al golpe de estado de Pinochet, romances mal construidos, alcoholismo, etc. Además, muchos pasajes se narran con una voz en off que nos habla desde el futuro y contribuye a acentuar los pasajes más melodramáticos, que ya de por sí, tienden a buscar una lágrima sin mucho esfuerzo.
El mayor desconcierto que el espectador se lleva del film está en la elección de casting. El matrimonio principal está conformado por los personajes interpretados por Antonio de la Torre (El Reino, La Trinchera Infinita) y Bérénice Bejo (The Artist). No hace falta ser un ávido intelectual para darse cuenta que ninguno de los dos interpretes es de origen chileno. Ambos realizan un gran trabajo actoral y un esfuerzo notorio en integrar un acento chileno que no logra escapar del deje malagueño y francés respectivamente. Daniel Brühl aparece también en un papel cuya función en muchos tramos de la historia no queda del todo claro. Los actores chilenos, aunque con nombres menos replandecientes, funcionan mucho mejor, sobre todo la joven Alondra Valenzuela, encarnando la carismática versión infantil de Margarita.
Si bien es cierto que podemos calificar, en cierto modo, a La contadora de películas de película fallida, es inevitable ver buenas intenciones en su esencia. El mismo que escribe estas líneas se siente cómodo criticando acentos y dudando de decisiones creativas, pero es incapaz de negar la emoción y la empatía que ha sentido al ver a una niña pequeña ojiplática ante una escena de El Apartamento (Billy Wilder, 1960). Y es que, el concepto tras lo que hace la protagonista de La contadora de películas no se aleja tanto de lo que he hecho yo con el propio film. Del mismo modo que yo veo, analizo y comparto lo que he visto; la pequeña Margarita reinterpreta estas ideas para compartirlas con sus familiares y vecinos. Esto debe significar algo para mi y para cualquiera que se dedique a lo mismo que yo. Uno de los compañeros de profesión al que más he admirado, el crítico gastronómico Anton Ego, dijo en una ocasión: “El hecho más amargo que debemos afrontar los críticos es que, a la hora de la verdad, cualquier producto mediocre tiene, probablemente, más sentido que la crítica en la que lo tachamos de basura”. En esta ocasión, la cara de la protagonista mirando a Jack Lemmon ha sido mi particular guiso de verduras campesino (Ratatouille para los lectores más gourmet) y, aunque sólo haya sido por eso, la película de Scherfig valdrá la pena a aquellos amantes del séptimo arte.