Hay películas obligadas a cargar un peso injusto sobre sus hombros, resultando imposible separarlas del legado construido previamente por su creador. Hayao Miyazaki es, sin duda, uno de estos creadores y su (segunda) última película, “El Chico y la Garza”, se estrena en un mundo donde sus creaciones hermanas ya han convertido a su padre en leyenda. Lleva consigo, por consecuencia, la promesa de un triunfal retorno – la de ser la culminación a una de las filmografías más reverenciadas e influyentes del cine. Sin embargo, detrás del ruido y las expectativas, se encuentra una obra innegablemente íntima y personal, que atrapa, asombra y desconcierta a partes iguales.
Estoy seguro de que, por ello, muchos espectadores saldrán de verla – como yo – con sentimientos encontrados, reflexiones pendientes y un sabor de boca agridulce. Sin embargo, para cuando aparecen los créditos finales, cuesta mostrarse indiferente, igual que cuando uno despierta de un fascinante sueño o se libera de las garras de un hechizo embriagador.
“El Chico y la Garza” nos cuenta la historia de Mahito, un niño que debe crecer enfrentándose a la cruel pérdida de su madre bajo las llamas de un bombardeo, en mitad de la Segunda Guerra Mundial. La secuencia inicial, agitada y sobrecogedora, marca un tono sombrío que reverbera a lo largo de la película de la misma forma que el duelo reverbera en todas las decisiones del protagonista.
Dos años después, con dolor aún por cicatrizar, Mahito debe mudarse a la campiña, en la casa familiar de su difunta madre, ya que su padre toma a la hermana pequeña de esta como su nueva esposa. Allí, los misterios abundan y poco resulta ser lo que a primera vista parece. El lugar esconde un secreto generacional que empuja al chico a embarcarse en un viaje de descubrimiento a través de un mundo onírico de fantasía al más puro estilo Hayao Miyazaki. A estas alturas, los elementos ya nos empiezan a sonar…
Lo cierto es que el autor no trata de reinventarse de ninguna manera significativa con “El Chico y la Garza”, sino que nos invita a acompañarlo una vez más a través de su particular madriguera de conejo a un universo donde lo emocional es material y la lógica no es más que una sugerencia. Aquí, reconocemos ecos de “El Viaje de Chihiro”, “Mi Vecino Totoro” o “El Castillo Ambulante”, todas ellas destilando esa magia que caracteriza al mundo cuando es visto a través de los ojos de un niño. A pesar de recorrer territorio conocido, Miyazaki es aquí, quizá, más ambicioso que nunca, para bien o para mal. El dolor y el trauma de la pérdida, el paso del tiempo, retorcido, pero inevitable, la creación y la destrucción, el legado y el destino, la decadencia y la supervivencia de un ecosistema y de su espíritu… todos ellos, conceptos que convergen al centro de la trama. Un torbellino temático, difícil de domar y de abarcar.
Nos encontramos, pues, con una película fascinante pero confusa. Una experiencia que alberga gran belleza en sus momentos cumbre, pero titubea a la hora de hilarlos en armonía, sacrificando por ello la fuerza de su genuino impacto emocional. El más que sólido planteamiento del que parte se pierde, en ocasiones, entre las serpenteantes curvas de su laberinto fantástico.
En últimas, “El Chico y la Garza” expresa e impresiona, por encima de todo, a través de su portento visual y sonoro. En ese aspecto, Studio Ghibli no deja de maravillar – no falla. Una vez más, los artesanos de la animación por excelencia nos transportan a un cuento que se devora por los ojos y los oídos, capaz de ensanchar pupilas a fuerza de puro asombro. Resulta casi redundante halagar de esta manera sus logros técnicos, pero es necesario. Y es necesario porque la calidad de sus imágenes no se debe a meras filigranas olvidables, sino a momentos verdaderamente icónicos y reveladores que se imprimen en la psique. Un claro ejemplo de ello es la Garza Gris, personaje que no deja de desafiar las expectativas por lo visual y narrativo a la par. Sus manierismos y transformaciones se me han quedado grabados a fuego y, sin duda, merece un puesto en el legado de creaciones más singulares del director.
Supongo que el tiempo mismo dirá si esta película culmina la filmografía del autor japonés con un broche de oro o si permanece como un intento de englobar la esencia de su mensaje en un epílogo bello pero imperfecto. Por ahora, lo que vale la pena recalcar es que hay pocas mentes creadoras de mundos en el cine capaces de suscitar ternura y asombro como la de Miyazaki, y aun cuando su visión no acaba de cuajar, nadie discutirá que juega en su propia liga.
Pacientemente esperando la inevitable (tercera) última película de Hayao Miyazaki,
–Serban
1 Comment