Si Oliver Laxe ha querido que su cuarto largometraje, Sirat, sea una experiencia que no funciona desde la narrativa y la estructura convencionales, sino desde la implicación sensorial, mi crítica sobre el film va a partir de este prisma. Dentro de poco publicaremos algún texto reposado de nuestro enviado al festival de Cannes y, imagino, que Hug nos hablara de sus impresiones. En cualquier caso, id a ver Sirat porque es una experiencia indescriptible.

Lunes 9 de junio. Es festivo en la ciudad condal y ya he procrastinado todo el fin de semana el hecho de salir al calor barcelonés para acercarme a ver Sirat, la película de la que todo el mundo habla. Sesión a las 18:00h en mi cine de confianza; buena hora, pienso. No tendré ni sueño de siesta (la haré de forma preventiva), ni sueño de noche. Estoy muy cansado y el calor no ayuda. Sobre las 17:30h decido salir de casa y tomo la peor decisión de la tarde: hace buen día, voy a ir a pie. Para añadir algo de contexto, mi cine de confianza está a media hora andando de mi casa, por lo que voy a llegar justo -no- justísimo al inicio de la sesión. Por una vez priorizo un paseo tardoprimaveral a los tráileres.

Miro el móvil y son las 17:52h. Estoy a unos diez minutos del cine. Voy justo, pienso. Acelero el ritmo y llego, decido. Ni mis pantalones de lino ni mi polo de tonos claros (look ibicenco para autoconvencerme que ya termina el curso) evitan que me ponga a sudar según me acerco a las marquesinas del cine Verdi en el barrio de Gracia. Llego a la taquilla, las 18:01h, ni tan mal. Me pongo a la cola -es corta- y miro las pantallas con las sesiones y las salas. Busco mi película, la razón de tanto sudor. Dos mensajes en la pantalla vuelven a ponerme en tensión. El primero, la sesión es a las 18:00h, sí, pero en el Verdi Park, tengo que dar la vuelta a la manzana. El segundo, peor que el anterior, unas letras en amarillo indican que sólo quedan nueve localidades disponibles. ¡Nueve! en una sala en la que deben caber no menos de 200 personas.

Con los auriculares ya guardados, la banda sonora de mi patético sprint hasta las salas paralelas del cine son mis jadeos y un par de motos que circulan por la calle transversal. Llego, por fin, a mi destino real. Compro la entrada -de hecho me la cobro gratis de los puntos de fidelidad que tenía acumulados- y entro en la sala. ¿Recordáis los nueve asientos disponibles? Seis de ellos eran en la fila 1 y los otros 3 en la fila 2. Por suerte, uno de ellos era en el pasillo de la segunda fila. Pues eso, que entro en la sala y está completamente a oscuras. La pantalla está en negro mientras desfilan los logos de los ministerios que subvencionan lo que voy a ver. Llego a mi asiento y vuelvo agradecer tener pasillo y evitarme el desfile vergonzoso de mi culo por los cubos de palomitas de mis vecinos de fila. Me siento, por fin, y respiro aliviado. Sudando a mares, intento relajarme.

De lo primero que me doy cuenta es que en la fila dos, la pantalla está literalmente sobre ti, por lo que mis siempre sufridas cervicales me maldicen por primera vez. Voy a ver Sirat como el que va al planetario. Acostumbro mi cuerpo y mi vista a la ortopédica posición en que me veo obligado a «disfrutar» del visionado y detecto que el aire acondicionado está bastante fuerte. Mi sofoco de no-atleta lo agradece, pero anticipo un posible resfriado, intento relajarme. El descanso, eso sí, me dura unos treinta segundos; lo que tardan los raveros de la película en instalar la descomunal pirámide de altavoces en el desierto de Marruecos. Pasado este tiempo, una elipsis por corte me echa en la cara una multitud de parias sacudiéndose al ritmo del chumba-chumba en un plano conjunto impresionante. Los primeros minutos de la película muestran el estilo de vida de fiesteros profesionales, que dedican su vida a dejarse llevar por la música. Todos los personajes, por supuesto, están sudando como pollos. Yo también. Primera inmersión sensorial. Se acabo el descanso, toca fiesta.

Arranca la trama, mi temperatura corporal vuelve a regularse. Escasos minutos después de empezar el metraje me doy cuenta: tengo algo de sed. Sirat o cualquier película que se desarrolle en el desierto es una mala elección si no traes una botellita contigo. Segunda inmersión sensorial, tengo sed. Para cuando aparece Sergi López estoy pensando que lo mejor es que se vuelva por donde ha venido y nos deje al resto seguir con la fiesta. Sergi López, por supuesto, no se va. Él y su hijo menor están buscando a la mayor, que se fue hace meses y no saben de ella; creen que puede estar en la fiesta, pero nadie la reconoce. Hay otra fiesta en el desierto, le dice una ravera con acento francés, es en el sur.

Luis (el personaje de Sergi López) decide seguir al grupo de fiesteros a través del desierto con la esperanza -porque no se puede agarrar a algo tan inusual como una evidencia- de encontrar a su hija. «No sé, tío, no lo veo. Es una mala idea», le dice uno de los raveros, al que le falta una pierna. En este momento yo, y las otras 193 personas de la sala sabemos que, en efecto, es una mala idea. Como lo fue venir a pie, por mucho que haya disfrutado del paseo. Si hubiese cogido el metro quizá hubiera pillado algo en la fila tres y mis cervicales no estarían planeando cómo devolvérmela a lo largo de la semana.

La primera mitad de la película es una especie de hijo bastardo de Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015) y Nomadland (Chloé Zhao, 2020). La influencia de la obra maestra de Miller es argumental: un convoy debe atravesar el desierto para ir de A a B. Esta odisea esta salpicada de momentos íntimos en los que los protagonistas conocen el estilo de vida de esta gente que vive en los márgenes; al igual que en Nomadland, interpretados por actores no profesionales. Poco a poco, aparecen influencias de Herzog y hasta del Clouzot de El salario del miedo (1953), elevando a Sirat, de algún modo, en la película de aventuras definitiva.

Yo estoy bien, metido en la película y, una vez creo saber lo que me espera me relajo y disfruto. Mis cervicales, ya adecuadas a la posición de avistamiento de OVNIS descansan reposadas en la parte superior de la butaca. De repente, Oliver Laxe se da cuenta del confort general de su audiencia y decide partir la película brusca y brutalmente. Laxe no pide permiso -y ya anticipo que no va a pedir perdón- y cuando pisa el turbo, elevando la tragedia en un all-in narrativo, se me pasa el relax de golpe y porrazo.

Puñetazo en la mandíbula de Laxe y breve noqueo al espectador, pero me recompongo como puedo. Si quiere ganar el combate tendrá que ser a los puntos. El golpe efectista (porque la película es tramposa, cruel y efectista) no podrá conmigo. Dos secuencias. Dos secuencias es lo que tarda Laxe en pasar del primer puñetazo de boxeo a un combo del Tekken. La parte final de la cinta encadena un par de golpes de efecto brutales con una de las secuencias más tensas del siglo. Laxe convierte el sufrimiento en entretenimiento y lo hace desde el mecanismo de una tensión irrespirable. En este punto, mis cervicales han renunciado y me han prometido una semana de poco descanso nocturno. No solo eso, sino que mi cuerpo ha llegado a un punto de desconcierto tal que vuelvo a sudar. Sudo como los raveros de la primera secuencia, pero ahora el sudor es frío. Mi cuerpo se ha unido a mi mente en esto de pasarlo mal. Por si fuera poco, mi sed ha ido en aumento a lo largo de la película.

Créditos finales y recuerdo que tengo a unas 200 personas sentadas detrás de mi. De hecho, recuerdo que estoy en Barcelona y no en el desierto africano. La reconexión provocada por las luces de la sala me alivia, pero no me saca de mi estado de shock. Un par de minutos mientras empieza el desfile de ojipláticos espectadores y me levanto. Las piernas, prácticamente, me tiemblan. Recuerdo que tengo que preparar la cena y salgo de la sala. El sol ya ha bajado un poco a eso de las 20:00h y al menos no volveré a sudar. Me compro una botellita de agua en un supermercado 24 horas.

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