Martin Scorsese es un hombre de costumbres. Su fe católica, mayoritaria en las calles de Little Italy donde se crio, lo ha convertido en una persona que valora las tradiciones. Este ritualismo es lo que mueve a Scorsese a que Los asesinos de la Luna (Killers of the Flower Moon, 2023) sirva para delimitar la décima colaboración con su amigo Robert De Niro, la sexta con Leonardo DiCaprio y la vigesimosegunda (si solo contamos largometrajes de ficción) con su montadora/mano derecha Thelma Schoonmaker. Pero lo que convierte a Marty (las experiencias vividas gracias a él me permiten darme la licencia de llamarlo cariñosamente) en un hombre de costumbres no es el depositar su confianza en rostros conocidos. Marty sabe qué es lo que quiere contar y lleva más de medio siglo hablando sobre el mismo tema. Lo que hace que veamos a Marty como un ritualista es su obsesión por contar siempre la misma historia: la del lado oscuro del sueño americano.

La mayoría de los filmes de Scorsese tratan lo mismo: los esfuerzos de un hombre por conseguir el poder prometido por el sueño americano y la bajeza moral que debe asumir por mantenerlo. Ray Liotta rezaba “Desde que tengo uso de razón he querido ser un gánster”, al inicio de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), pero ser un gánster fue fácil para Henry. Lo difícil (y Marty lo sabe bien) es mantener el poder, el estatus y el honor. El nuevo film de Martin Scorsese tiene una estructura similar, la novedad está en que la desarrolla en los cimientos mismos de la construcción del pueblo estadounidense: la conquista del oeste.

Los asesinos de la Luna cuenta la historia de Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un hombre que vuelve de la guerra y se instala en casa de su tío William Hale (Robert De Niro), un popular hombre de negocios en territorio de los indios Osage. La acción se desarrolla a principios del siglo XX y la situación política y económica no es la retratada en las películas de indios y vaqueros de Ford o Hawks. Los Osage encontraron petróleo en su territorio en Oklahoma, lo que los convirtió en el pueblo más rico per cápita del mundo en el período retratado en el filme. Los indios tienen poder en su condado, pero son menospreciados y marginados por una sociedad norteamericana creciente.

La historia arranca cuando Ernest conoce y decide casarse, presionado por su tío, con Mollie (Lily Gladstone), una adinerada muchacha Osage. Lo que se narra en las 3 horas siguientes es la falta total de escrúpulos de los hombres blancos para hacerse con el dinero y el poder de los nativos americanos a base de mentiras, engaños y asesinatos. Muchos asesinatos. Asesinatos de todos aquellos que pueden acercarse al dinero que Ernest y Hale creen como suyo. La faceta más interesante del personaje que interpreta DiCaprio es que se muestra ingenuo ante las presiones de su tío y realmente enamorado de su mujer. Pero la humanidad de la que lo dota Marty no lo exime ni lo desresponsabiliza de las atrocidades que comete. Como Henry Hill, Travis Bickle o Jordan Belfort, la ambición no es una excusa por los crímenes cometidos y el personaje paga. En un filme de Scorsese siempre se paga.

Y la responsabilidad de los actos perpetrados por el hombre blanco, aquí encarnado por Leo y De Niro, contra los pueblos nativos americanos no blanquea ni romantiza el relato. Aquí quien pierde son los Osage, y, concretamente, el personaje interpretado por una brillante Lily Gladstone que no deja de sufrir en toda la película sin mostrar un ápice de debilidad o ingenuidad. Mollie es una mujer lista, es una mujer fuerte y sabe lo que está pasando en su casa y en su pueblo, pero poco se puede hacer contra el imperialismo estadounidense que arrasa desde el este como un huracán sin ningún tipo de brújula moral.

A nivel técnico el filme es indiscutible. Martin Scorsese lleva medio siglo perfeccionando un estilo audiovisual impecable y es de los pocos directores del mundo que puede rodearse de los mejores especialistas. Sin bien es cierto que la película no irradia la misma fuerza que algunos de sus filmes del siglo XX, la falta de juventud del director se traduce en otras ventajas. Lo que pierde en energía juvenil y rompedora, lo gana es sosiego, pausa y gravedad. Los planos ya no están montados a golpe de raya de cocaína, sino que el tempo narrativo mece al espectador a lo largo del metraje. Por eso, obras como El Irlandés (2019) o esta Los asesinos de la Luna se pueden permitir durar 3 horas, mientras que un El rey de la comedia (1982) o un After Hours (1985) (me niego a usar su título en español) de 180 minutos serían insoportables para todo aquel espectador que entrara en la sala con algo de cordura y sobriedad.

Los asesinos de la Luna es una obra total, que complementa perfectamente la obra de su director y que es coherente con los temas que ha tratado desde siempre. Contiene unas grandes interpretaciones de su trío principal (a pesar de que DiCaprio roza la sobreactuación en ciertas escenas) y es un testimonio sobre como se ha abusado sistemáticamente de centenares de pueblos para el bien del imperialismo estadounidense. De esta película se ha hablado mucho de su duración y de si su punto de vista es el más acertado para tratar los temas que plantea o no. El ruido mediático tiende a descentrar, en mi opinión, del contenido de la propia película, que pone toda la culpa, no solo en el hombre blanco, sino en el sistema y en las bases mismas de la nación estadounidense y en todo aquel que esté dispuesto a renunciar a los valores morales (en el compás ético de Scorsese son los valores cristianos) para buscar poder, dinero y prestigio propio.

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