Borja Cobeaga lleva años jugando a una cosa que parece sencilla y casi nadie se atreve a intentar: mirar a la gente a los ojos y meter el bisturí justo donde duele, pero con una media sonrisa. Los Aitas (ya disponible en Movistar+) es precisamente eso. Una comedia que no necesita subrayar nada, que no se esconde en el ruido ni en el guiño facilón, que te agarra por la cintura con un gag de precisión y, sin que te enteres, te suelta una verdad de esas que te persiguen de vuelta a casa. Si había que elegir una película para recordarnos que la comedia española está viva cuando baja el volumen y escucha, era esta.

La película de Cobeaga se enmascara de comedia y nos brinda un brillante relato sobre la paternidad sin épicas prestadas ni moralinas de manual: a base de silencios que trabajan, detalles que escuecen y gags que acarician, convierte el desorden íntimo de ser padre en un espejo donde reírse también es reconocerse. Sigue a un grupo de padres, en la Euskadi de los años ochenta, que deben acompañar a sus hijas en un viaje en autobús para una competición de gimnasia. Esos padres que cedían felizmente los deberes menos apetecibles de la crianza a las mujeres y que, en esta ocasión, deberán vestirse de madres y, por primera vez, también de padres.

En Los Aitas, el cineasta demuestra una vez más que el mejor cine español surge cuando se aleja del grito y abraza el susurro. No hay grandes declaraciones ni golpes de pecho, solo la devastadora precisión de un director que sabe que la verdad duele más cuando llega de puntillas. Como esos momentos en que tu hijo adolescente te mira y por primera vez ves en sus ojos no admiración, sino lástima. O cuando te das cuenta de que llevas años intentando ser el padre que crees que deberías ser, no el que realmente eres.

La película funciona porque Cobeaga entiende que la paternidad es, en el fondo, una improvisación constante donde todos fingen conocer el guion. Los protagonistas navegan por esa zona gris donde el amor paternal se mezcla con la incompetencia, donde querer lo mejor para tus hijos no garantiza que sepas cómo dárselo. Es cine del día a día, de esos momentos donde la épica se construye a base de desayunos quemados y conversaciones a medias en el coche.

El casting de Los Aitas funciona como una partitura de vulnerabilidades perfectamente orquestada. Quim Gutiérrez despliega aquí su mejor versión, lejos de las comedias facilonas que han maltratado su talento, encontrando en Óscar a un padre que intenta aparentar control mientras se desmorona por dentro. Su trabajo físico es impecable, cada gesto delata la incomodidad de quien nunca aprendió a ser lo que se supone que debe ser. Juan Diego Botto, veterano en estos menesteres de la paternidad imperfecta, construye un Juanma que duele de lo reconocible que es: el padre que quiere hacerlo bien, pero no sabe cómo, atrapado entre la educación recibida y la que quiere dar.

Mikel Losada e Iñaki Ardanaz completan este cuarteto de incompetencias paternas con una naturalidad que da miedo, especialmente Losada en su relación con Sofía Otero – la joven revelación de 20.000 especies de abejas (Estibaliz Urresola Solaguren, 2023)– que aquí demuestra que su talento no fue casualidad. La química entre todos estos padres analógicos funciona porque no fuerzan la complicidad; la construyen a base de silencios incómodos y miradas de complicidad. Laura Weissmahr, reciente Goya por Salve María (Mar Coll, 2024), aporta como Nina el contrapunto necesario: la profesionalidad que estos hombres no tienen y la perspectiva exterior que los desnuda sin piedad.

Lo que más impresiona de Los Aitas es cómo evita las trampas del género. No hay revelaciones dramáticas ni momentos de redención hollywoodienses. Solo padres reales enfrentándose a la realidad de que educar es, básicamente, ir improvisando sobre la marcha mientras intentas que no se note que tienes ni idea de lo que haces. Como todos nosotros, vamos.

Borja Cobeaga ha creado una película que duele de lo reconocible que es, y ríe de lo absurdo que puede ser querer tanto a alguien que acabas haciéndolo todo mal. Es el tipo de cine que necesitamos: honesto hasta la médula, gracioso sin aspavientos y tan humano que te da ganas de llamar a tu padre. O de no hacerlo, según el caso.

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